Por qué nos besamos los humanos.

Ciencia Histórica

No tengo miedo a confesar un secreto de mi personalidad: soy muy llorón. Lloro de emoción al escuchar el Nessun Dorma de Pavarotti o el do-re-mi de Julie Andrews; lloro al ver en las noticias las tragedias que acaecen sobre los más desafortunados día a día, y lloro viendo algunas películas y hay una en especial en la que, la primera vez que la vi, tuve que cambiar la funda de la almohada de tanto líquido derramado. Los que habéis visto Cinema Paradiso no me podréis negar la emotividad de la escena final en la que el ya crecidito Salvatore, recibe de su madre el carrete con la escenas censuradas por su viejo amigo Alfredo, el proyeccionista del pueblo. Son besos pasionales, ardientes, algunos incluso inocentes, pero que al cura le parecieron lo suficientemente apetitosos como para eliminarlos de las historias. La música de Ennio Morricone hace mucho por aumentar…

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EL MILICIANO Y LA REVOLUCIÓN: UNA PEQUEÑA Y EFÍMERA AUTONOMÍA

Morrión Patricios 1806

“Pareze que según dizen que pretende [el Cabildo] que las milicias de Bs. As. estean bajo el mando del Sr. Inspector  y el pueblo no pienza en eso ni quiera estar sujetos a ningún mando de oficial veterano y de milizias que Governavan en tiempo de la perdida de Bs. As. (…)”. (14 de agosto de 1806)

Así era cómo un miliciano anónimo del regimiento de Patricios, uno de los pocos que sabía escribir,  relataba en su diario las tensiones que vivía la ciudad de Buenos Aires en los días posteriores al desalojo de las tropas británicas que la habían ocupado durante cuarenta y cinco días. La reconquista de la ciudad, organizada desde Montevideo por Liniers, Pueyrredón y Álzaga, había puesto en evidencia la crisis que estaba sufriendo la monarquía hispánica y su incapacidad para la defensa de sus colonias, y, a su vez, la necesidad de organizar de un modo distinto la defensa de la capital del Virreinato.

Por supuesto, cuando hablamos de crisis de la monarquía, no nos referimos solo al aspecto defensivo sino a la coyuntura en la que la península se encontraba en el marco de las guerras napoleónicas. En 1805, la batalla de Trafalgar había destruido la flota española y dejaba a Gran Bretaña como dueña de los mares y la batalla de Austerlitz instalaba el dominio del Imperio Francés sobre el continente europeo. Posteriormente, Napoleón agudizaría la crisis de Corona española al invadir con sus tropas el territorio peninsular, ocuparlo, y forzar la abdicación de Fernando VII en favor de su hermano José Bonaparte en los hechos conocidos como Sucesos o Farsa de Bayona. Esta crisis daría lugar a un proceso complejo que desembocaría en las revoluciones americanas a partir de 1810; revoluciones que, guerra mediante, independizarían a las colonias de su metrópoli imperial.

Si hablamos de revolución, hablamos de cambio, de transformación irreversible. La Revolución de Mayo, mito fundacional de nuestro país, fue, en efecto, una revolución; el punto inicial de un camino hacia la independencia que estuvo signado por decisiones autónomas respecto al poder español. Pero cuando este concepto se aplica a una sociedad, deberíamos ver su incidencia en los diversos aspectos que la componen, y el grado de autonomía conseguido en cada uno de estos aspectos. ¿Fue una revolución en lo político, en lo económico? ¿Lo fue en lo en lo social? ¿En qué grado se logró una verdadera autonomía en cada uno de estos planos?

En el plano político, la revolución fue desarrollándose gradualmente. La Primera Junta de Gobierno, con sus miembros elegidos tras un Cabildo abierto, reconocía la autoridad del rey y gobernaba en su nombre (no reconocía al Consejo de Regencia, surgido tras la caída de la Junta Central de Sevilla, como portador legítimo de la autoridad real). Por lo tanto, el concepto de retroversión de la soberanía a los pueblos se aplicaría hasta que la situación cambiara. Claro que esta fue una fachada, ya que la verdadera intención de algunos de los miembros del gobierno (los morenistas) era la independencia de la metrópoli, con una estructura republicana como forma de gobierno. Las disputas en el seno de la Primera Junta giraban en torno a este debate, ya que los saavedristas preferían que el proceso se desarrollara gradualmente, paso a paso, y sin estridencias jacobinas.  Lo que no estaba en discusión era la legitimidad del nuevo gobierno. Solo a través de la guerra esta postura pudo ser sostenida y difundida a las diferentes gobernaciones intendencias del ex Virreinato, y no en todos los casos de manera exitosa. La independencia fue proclamada recién seis años más tarde, en el Congreso de Tucumán (recordemos que un año antes Artigas ya la había proclamado para los Pueblos Libres, Santa Fe incluida entre ellos) y la estructura republicana, con una Constitución que le diera contenido, llegaría luego de mucho tiempo y sangre.

La economía seguiría un derrotero distinto, ya que la revolución solo formalizó una situación ya existente. El monopolio del comercio que la metrópoli imponía a los criollos era constantemente eludido por el contrabando de mercancías, y muchos comerciantes presionaban para que este esquema se modificase a favor de la libertad de comercio. Tras 1810, el Libre Comercio fomentado por los intereses británicos se impuso en el ex Virreinato, y dominaría más de un siglo las actividades de nuestro país. El nuevo orden económico favoreció a las provincias del litoral, fundamentalmente a Buenos Aires y su puerto atlántico,  en detrimento de las provincias del interior, tradicionalmente funcionales a las necesidades de la extracción minera alto peruana, epicentro del esquema económico del viejo orden. Así, podría decirse que se logró la autonomía con respecto a la Corona española, pero conveniente a los intereses comerciales ingleses.

La sociedad virreinal también cambió su fisonomía por la revolución. Una sociedad de españoles, de españoles americanos y de castas, muy estratificada, de difícil movilidad social, solo puede ser desestructurada por quiebres históricos como el que estamos revisando. La irrupción del “pueblo”, evocado y convocado por los revolucionarios, como nuevo sujeto político. Ese concepto de pueblo que los revolucionarios iluministas conocen de la experiencia francesa del XVIII, y que desean para su revolución. Es la participación del pueblo la que motoriza y dinamiza a la revolución; a través de los debates públicos se discute, se presiona, se sostienen las distintas facciones; a través de la participación del bajo pueblo en la guerra, que ofrece la posibilidad de ascenso social, puede sostenerse la revolución. Pero la participación autónoma del pueblo es, como siempre, peligrosa.

Y es de esa autonomía que las élites de Buenos Aires se previenen cuando, cuatro días después de la designación de la Junta, recuerdan a nuestro miliciano de 1806, ejerciendo su pequeña autonomía electiva, y firman el Decreto de creación del Ejército Argentino, un ejército regular en el que nuestro soldado anónimo no podrá elegir a sus oficiales y deberá acatar las órdenes de las autoridades designadas. En esos tiempos, en una coyuntura tan tensa como la que nuestro soldado describe, era puesta en duda la idoneidad de las fuerzas de la corona española para hacerse cargo de la defensa de la ciudad. Y este pueblo que había sabido organizarse y recuperarla las repudia y desplaza, y comienza a elegir de entre todos a los que habían demostrado en la lucha más capacidad. Miliciano anónimo y autónomo, pueblo difícil de controlar. Tendrá otros modos de participar políticamente, pero no de manera tan directa, tan democrática. La revolución tardará aún mucho en llegar a él tan concretamente como cuando nos escribía esas líneas.

Rosario, Junio de 2014

Sean bienvenidos

Con el espíritu curioso de quien halla en un rincón perdido un viejo arcón -hasta ahora desconocido- vamos a sorprendernos, pues lo que encontremos en él será generosamente compartido. Disfrutemos juntos de las maravillas que nos ofrece…